lunes, 10 de diciembre de 2007

Una tarde de otoño

Nos encontrábamos, una fría tarde de otoño, Alba y yo solas en su casa del pueblo, pues sus padres habían salido a dar un paseo por los alrededores. Ella y yo preferimos quedarnos charlando al calor de la lumbre recién encendida.
Estuvimos hablando y hablando durante un buen rato que a nosotras nos pareció un suspiro. Cuando, por fin, ya cansadas, dejamos que el silencio invadiera la habitación de la casa en que estábamos sentadas me percate de que un ruido leve y discontinuo, pero indudablemente existente, llegaba hasta mis oídos. Alba, como si acabase de leer mis pensamientos, me miró y se dio la vuelta rápidamente hacia la puerta que se hallaba cerrada a nuestras espaldas.
Con cierta inquietud nos levantamos y nos acercamos lentamente y cada vez más pegadas la una a la otra hacia la salida; al atravesarla, no se veía nada fuera de lo común, pero el ruido se escuchaba aún y, cuanto más nos acercábamos a la entrada de la cocina, más fuerte y claro era.
Antes de llegar a la puerta de la cocina, que, evidentemente, era el foco del inquietante ruido que rompía nuestro silencio, mi amiga y yo decidimos armarnos con un martillo y una barra de metal que era lo que había más a mano, por lo que pudiera pasar.
Sigilosamente nos fuimos desplazando hasta la entrada, cada vez estábamos más cerca y el miedo a encontrarnos algo raro se estaba apoderando de nosotras, sugestionándonos y haciendo que imaginásemos cosas inexistentes.
Al llegar definitivamente a ella, enarbolando bien nuestra única defensa y sin pensarlo dos veces, abrimos de un golpe seco aquella puerta.
Nuestras alteradas pulsaciones y la fuerte sensación de miedo desaparecieron en un instante al ver que lo que había provocado el ruido no era, ni mucho menos, un Jack el Destripador o un Hannibal Lecter, sino un pequeño gato callejero que rondaba la cocina en busca de algo de comida.
Sam'm

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